Era como estar allí, ser la protagonista, pero sin entenderla. Era como sonreirle sin prisa, llegar a su lado y sentarse junto a su butaca, como cálidamente abrazarle.
¿Me escuchas? Aquí estoy para ahogar tu llanto, y humedecer tus labios, secos de tantas palabras de ira. ¿Me oyes? Acá sigo, encandenando mis brazos a los tuyos, para que de a poco sientas cómo la simpleza de un beso no te hará sentir solo.
Éramos los dos, y un cable que por el suelo, melodiósamente se deslizaba. Éramos él y yo, y la noche que en un Mi nos abrazaba. Éramos perfectos, únicos por un instante: un beso fue el cierre y el comienzo de este destino.
A veces me confundo con tus manos, y oigo el ruiseñor de mis sueños, vestido con tus zapatos y tu pelo intacto; Y quisiera ser la noche, llevarte conmigo, perdernos por allí, donde la luna alcance a iluminarte, donde tu sombra me parezca luz. En la noche, en la oscuridad, en lo profundo, en donde nadie nos encuentre. Y besart, abrazarte, tenerte, sonreír con tu risa, amarte.
No recuerdo la hora en que sucedió. No sé qué instante te imaginé conmigo. Aunque preciso, olvidé el minuto en que te soñé. Pero eres tal cual te esperé: intenso, soñador, casi eterno, como un alucinógeno. Allí te vi, dibujado entre el cielo infinito que se compartía con millones de estrellas, tan encendidas, tan nobles, tan mías como lo serías Tú. Allí te besé. Recordando las veces en que te imaginé, rió mi alma... como las veces en que te deseé y creía que ya eras mío. Con tus manos, suavizando mi piel; y las heridas que la vida me había dejado. De a poco te encontré y aun sin sentido te seguí. ¿En qué minuto te comencé a amar? No recuerdo el instante en que me dí, mas tu presencia intacta alucina incluso al tiempo, que me hace entender que eres tal como te soñé.
Me quedo quieta, pensando, imaginando: soñándola. Me muevo y huelo su perfume, su aliento; veo su ojos inmóviles ante los míos. Me callo, y una lágrima desciende de mis pupilas. Separo mis labios, me estoy ahogando. Ella pestañea y continúa mirándome, atenta, sin perder siquiera un segundo. Mis lágrimas hacen lo suyo y ella dice mi nombre. Termino de ahogarme y me ofrece su mano. Segura, le regalo las dos, adjunto mi alma, y me voy con ella.
A cada instante me lo recuerdan y sufro. Y me dan ganas de llorar y de ahogrme en los brazos que no tengo; de tener alas y llegar tan lejos hasta encontrarla. Hasta cruzarme con su mirada y tomar su mano para guiarla, por el resto de los días. A cada instante, me lo recuerdan y odio aquel día. Y me dan ganas de gritar y llorar más, hasta morir.
Le sucede a la minoría. Algunas quieren que les suceda y no les pasa. Algunas lo piensan y luego se arrepienten. Otras hacen que ocurra. A mí me sucedió, y maldigo el día en que ya no estaba.
Todo era blanco, menos su rostro; ése que soñé tantas veces, tantas como hoy. Un blanco grisáceo, que olía a abandono, a tragedia, a dolor, a ausencia, a soledad, a destierro. Un blanco que odio.
Me imagino las noches, no en sus brazos, sino ella en los míos. Me imagino las canciones que le hubiera cantado y este poema que de otro modo escribiría. Me imagino el infinito al soñar las veces, las miles de veces en que la besaría. Y recuerdo que jamás imaginé que no la tendría.
Me castigó cien veces, quizás más. Allí los dos estábamos, como cada tarde, temblando... Allí, sumergimos nuestras almas, al coraje de lo que no debía. Y casi como dos pájaros en invierno, descendimos despavoridos. Ella llegó justo cuando no debió, cuando el mundo le reveló la verdad. Ella lloró, hasta morir.